«Es el amor el que hace la revolución» afirmaba una pintada de Acción Poética en un muro mohoso. Al leerla, Pablo sintió un leve ataque de soberbia y sintió la necesidad de citarse a sí mismo, ya saben, el Capítulo 13 de aquella carta, ese canto al amor dirigido a los corintios, que como nuevos conversos, todavía andaban algo despistados con las reglas de la nueva religión. «¿De qué amor estás hablando, alma de Dios?», le preguntó José Iglesias, interrumpiendo el discurso (algo cursi, todo hay que decirlo) de Pablo. Porque, te recuerdo, solo dos capítulos antes escribiste que «el varón tiene a Cristo por cabeza, mientras que la mujer tiene al varón por cabeza. El hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es la imagen de Dios y refleja su gloria, mientras que la mujer refleja la gloria del hombre. Dios no creó el hombre para la mujer, sino a la mujer para el hombre».
En ese momento el apóstol empezó a hiperventilar. Tanto ejemplo como el que él había dado para que dos mil años más tarde haya gente que quiera vivir del cuento. Júrame, le imploró San Pablo a José Iglesias, que por lo menos en Tesalónica eso no ocurre, pues lo dejé muy claro en la epístola, que se tenían que apartar del que viva sin hacer nada, que había que señalarlo y avergonzarlo, que el que no quiera trabajar que no coma. No tengo datos sobre Tesalónica, le respondió Jose Iglesias —siempre riguroso— pero para tu tranquilidad te diré que aquí tu canto al trabajo ha creado escuela..
Volvamos por un momento a la realidad. Hace 23 años, cuando se publicó La Renta Básica de las Iguales según San Pablo, el grupo de personas que defendían el derecho a recibir una renta económica en el estado español por el simple (y paradójicamente complejo) hecho de vivir, era escaso, limitado a entusiastas, utópicas, marxistas poco dogmatizados, ácratas liberados del peso de la tradición y otra gente de mal vivir y peor pensar. Mucho antes, en 1971, Nanni Balestrini había publicado Lo queremos todo, «porque no queremos pasar la mitad de nuestra vida en la fábrica. Porque el trabajo es nocivo. Porque queremos tener más tiempo para organizarnos políticamente. Porque queremos llevar la lucha contra el patrón. Porque queremos quedarnos en casa sin perder el salario cuando no podemos trabajar». Balestrini, prologando una edición española de su libro, todavía se mostraba optimista en 2003: «Una nueva época aguarda a la humanidad, liberada del chantaje y del sufrimiento del trabajo, que roba y degrada el tiempo de vida, liberada de la esclavitud del dinero, cada vez más en manos de unos pocos, al tiempo que existen posibilidades reales de un bienestar compartido y general».
En La Renta Básica de las Iguales según San Pablo, José Iglesias se dedica a dos cosas fundamentales: a rastrear el origen de la moralidad que se le otorga al trabajo (siempre asalariado) y a limpiar las gafas intelectuales cuya presbicia, provocada por esa moralidad, no deja enfocar con nitidez el problema y sus propuestas de solución..
Dos trabajadores conversan en la barra de cualquier bar, en cualquier barrio, una vez finalizada su jornada laboral. Se levantaron a las cinco de la mañana, empezaron a trabajar a las siete, terminaron de currar a las seis, llegarán de nuevo a sus casas a las 8. Trabajo de noche a noche. Uno trabaja en un supermercado, de reponedor; el otro es chófer de una empresa de autocares. Hablan de lo duras que son sus jornadas laborales pero ambos coinciden en agradecer (normalmente a Dios) que tengan trabajo en estos tiempos de incertidumbre. Pero quizás lo más sorprendente sea que ambos se refieren a sus respectivas empresas como nosotros: «nosotros tenemos más de mil quinientos supermercados por toda España; nosotros tenemos una flota de más de cien vehículos».
¿Por qué esos obreros consideran que las empresas que los explotan durante doce horas al día, más de trecientos días al año, durante más de tres décadas, son suyas? En nuestro mundo —que por alguna extraña razón se ha dado en llamar occidental— el cuerpo ideológico (esa superestructura marxista) ha dotado a la economía de su soporte intelectual, de su coartada justificadora. Y, aunque el asunto viene de mucho más lejos (¡qué poco tiempo disfrutamos del paraíso!), José Iglesias sostiene que su piedra fundacional fue San Pablo, ideólogo y moralista de una tradición que habría de calar hasta en las pieles de los más oprimidos. El trabajo nos dignifica. Si no lo tienes, porque no te lo dan, sufres la marginación; si no lo tuvieras, porque tienes la posibilidad de decidirlo gracias a una renta básica, eres un haragán. Tales circunstancias, sostiene José Iglesias, han contaminado hasta determinados sectores, tenidos por progresistas, que no ven dignidad fuera del salario.
Pero nuestro hombre bucea precisamente en los mares clásicos donde cierta intelectualidad no llega a ver, para encontrar lo que Marx ya demostró hace tanto tiempo: que el trabajo es mercancía y que el trabajo aliena. Y que la Renta Básica de las Iguales te puede liberar (en gran medida) de ambas cadenas. Si no necesito el salario, no estoy obligado a venderme (mi fuerza de trabajo) por miserias; si tengo cubiertas mis necesidades primarias, tengo tiempo para disfrutar y para desprenderme de esa alienación que hace que llegue a defender con ahínco mi propia explotación. Gente lista como Lafargue y Kropotkin también se dieron cuenta que trabajar por obligación conduce a muchos destinos, casi todos infelices.
Desconozco si la línea trazada por José Iglesias entre San Pablo y nuestra actualidad es tan prístina como sugiere. Quizás no sea solo la moral judeocristiana la única coartada ideológica para convencernos que sin el trabajo no somos nada. Las legislaciones, la publicidad o el papel reproductor de los medios de persuasión (llamados eufemísticamente medios de comunicación) inciden en nuestras vidas tanto o más que siglos de tradiciones. Posiblemente añaden nuevos indicadores que la sociología debería investigar pero cualquiera de ellos (y algunos más) siguen poniendo, como San Pablo, el trabajo en un altar. También es cierto que por circunstancias diversas (muchas sobrevenidas) el derecho a una Renta Ciudadana, o de Existencia, o Básica (lo de las Iguales ya se verá) se han ido incorporando a los discursos y políticas de gestión en el estado español y otros territorios. Es probable, entonces, que algunos de aquellos intelectuales de izquierda que en 1997 se mostraban contundentemente contrarios a la implantación de una Renta Básica se hayan convertidos en sus defensores, de la misma manera que Pablo, un fariseo de toda la vida, abrazó la cristiandad.
Regresemos a Tarragona. Pablo no sabía dónde se metía cuando aceptó el encuentro con José Iglesias. Ha quedado aturdido por las réplicas, los datos abrumadores, las citas textuales, la paciencia y la consistencia de José Iglesias. Pablo, que siempre ha sido algo orgulloso, se niega a dar su brazo a torcer. Es difícil liberarse del peso de dos mil años de elogio al trabajo. Desposeído de argumentos ante la locuacidad de su interlocutor acude a un pretexto para concluir la cita. Pablo quiere ir al cine. Es tarde. Jose Iglesias debe regresar a Barcelona pero antes de partir acompaña a Pablo a los cines y realiza una penúltima aportación a la causa: convence a Pablo para que compre la entrada al mini ciclo de películas de Ken Loach. Ese fue el día en que San Pablo perdió definitivamente la cabeza.
Jesús Giráldez Macía. Fuerteventura, 28 de septiembre del 2020
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