Las campañas de repulsa a la monarquía, la quema de fotos de Juan Carlos I o los juicios a diversos medios de comunicación por mofarse del actual jefe de Estado y su familia han vuelto a poner el régimen monárquico en tela de juicio, más de tres décadas después de que sucediera al dictador Francisco Franco.
Sin embargo, se acostumbra a presentar la República como única alternativa posible a la Monarquía, teniendo siempre como referencia una imagen edulcorada del pasado reciente republicano. Las evocaciones a la Primera y Segunda República españolas tienden a olvidar que, a pesar de los avances que supusieron en materia social o del régimen de libertades generales, los gobiernos republicanos españoles no pasaron de ser regímenes parlamentarios sin vocación real de acabar con las profundas desigualdades económicas imperantes en el Estado Español.
Las reflexiones desarrolladas hasta aquí nos devuelven a la pregunta: ¿qué sociedad, qué gobierno? Es decir, a los que deseamos una sociedad sin clases, nos sitúan ante el desafío de cómo diseñamos este modelo de sociedad, y con formas de gobierno que no tenga más poder que el que resulta de la gestión totalmente horizontal, autogestionado, autónomo, en asamblea, o el adjetivo que le queramos añadir, pero que responda a una sociedad sin explotación y sin dominio de clase. Y si sostenemos que la sociedad ha de ser sin clases, seguramente ya no podemos seguir pensando que la clase trabajadora, aunque sea por un corto tiempo, ha de ser la vanguardia, y sus partidos la cabeza pensante y gestora de este diseño. Esto nos lleva a la consideración de que, si optamos por una republica como forma de gobierno de una sociedad sin clases, seguramente los modelos anteriores nos sirvan de muy poca referencia. De todas maneras, es importante revisar previamente el contenido de las Constituciones de las dos Repúblicas Españolas.
Encontramos que hay patriotismos de derechas, de centro y de izquierda, de arriba y de abajo, de dentro y de fuera, de centro y periferia. Es tal el dominio que el patriotismo ejerce sobre la mente de los y las patriotas que les impide entender lo que escribimos y pensamos aquellas personas que, por no coincidir con la patria que defienden, ya nos encuadran en cualquiera de las patrias que odian. El patriota piensa que su patria es la únicamente auténtica, y su patriotismo, él que le obsesiona, es el más genuino, embrión de todos los tiempos y pueblos, mientras que considera que las otras patrias y patriotismos de los otros pueblos o amalgamas del cruce de los mismos, o bien son ejemplos degradados del suyo, o bien pertenecen al eje del mal, o lo peor es que son extranjeros